La ciudadela de Kuelap corresponde a la cultura de los Chachapoyas y, como tantos lugares arqueológicos del Perú, su descubrimiento es relativamente reciente, ya que hasta 1830 no hay constancia de su existencia, siendo a a partir de 1930 cuando comenzó a estudiarse y rehabilitar la fortaleza. Se encuentra a 3.000 m de altitud y consta de restos de diferentes edificaciones y una muralla, que en algunos puntos tiene una altura de 19 metros. Como tantas otras edificaciones todavía no se ha aclarado de qué modo se transportaron hasta allí las piedras para su construcción y qué función desarrollaba dentro de la cultura Chachapoyas. Para llegar a ella, desde el pequeño pueblo de Nuevo Tingo, lo primero es tomar un espectacular teleférico, de unos 4 kilómetros de longitud, y que tarda unos 25 minutos en salvar esa distancia. Este teleférico funciona desde el 2017, y solamente por vivir la experiencia de cruzar entre las montañas, ya merece la pena.

Kuelap también es  llamado el «pequeño Machu Picchu». Aunque es mucho menos conocido, y el estado de sus ruinas no es tan bueno, su ubicación es tan espectacular como la del archiconocido Machu Picchu. Una vez que llegué al otro lado, pagué el correspondiente ticket de entrada y emprendí, por un empinado sendero, los aproximadamente 20 minutos de ascenso hasta las ruinas, te recuerdo que hay que subir hasta los 3.000 m de altura, y eso supone un esfuerzo que se nota, al menos yo lo noté, y llegué arriba con la lengua fuera. Al principio el sendero es relativamente cómodo, pero al poco de empezar, el suelo pasa a ser de tierra que, con la humedad acumulada durante la noche, añade un esfuerzo extra en su recorrido. Una de las ventajas de visitar lugares no tan conocidos,  además en día laborable y a primera hora,  es que puedes recorrerlos tranquilamente, sin el agobio de un gran número de visitantes. Ello implica que a veces tampoco haya ningún guía que pueda acompañarte por el recorrido, aunque los carteles explicativos cumplen correctamente su función. Al parecer, y dado su enclave y estructura, se construyó como refugio de la población en casos de emergencias, aunque también estaba habitado de continuo como centro administrativo y religioso, y se supone que estuvo poblado desde el siglo VI hasta el XVI. Tampoco está claro el motivo de su abandono, aunque lo que sí es cierto es que, antes de su abandono, los Chachapoyas fueron sometidos por los Incas. Posteriormente, y como era de esperar, los Chachapoyas se unieron a los españoles en su lucha contra los Incas. Poco a poco la mañana se va despejando, aunque las nubes no permiten ver en su esplendor la grandiosidad del entorno desde esta altura. Termino mi visita, tomo las obligadas fotos y vuelvo a subir al teleférico para regresar a Nuevo Tingo. Una vez en el hotel, preparo la moto y salgo en dirección a Chachapoyas, quiero llegar a almorzar allí.

El paisaje se tiñe de verdes intensos, hace pocos días que la época de lluvias recién ha comenzado por la zona en la que viajo ahora. Pocos metros después de dejar atrás  el indicador que señala mi entrada a la región del Amazonas, y como si la lluvia me estuviera esperando, comienza a llover  con cierta intensidad. La carretera está bien y los últimos kilómetros antes de llegar a Chachapoyas presentan una espectacular subida con curvas de todo tipo, pero la lluvia me hace tomar las necesarias precauciones. La tormenta desaparece poco antes de la ciudad, pero es solamente mientras tomo la foto con el cartel de bienvenida al fondo, ya que la lluvia me está esperando a la entrada de la ciudad.

Tenía anotada la dirección de un hotel situado en una calle paralela a la Plaza de Armas., no tiene cochera pero con la amabilidad que caracteriza a quienes regentan hoteles en el Perú,  me permiten meter la moto en el patio interior, bajo el techado. Aunque la cosa no es tan rápida, primero el bordillo de la acera tiene bastante altura y debido a la humedad la rueda trasera patina, y además el siguiente escalón (el de la propia puerta) está muy cercano al primero. Un poco de ayuda, en forma de empujón, por parte de alguien que pasa por la calle, y este primer inconveniente queda solucionado. Pero ahora se presenta el segundo, con las maletas puestas la moto no cabe por la puerta. Me resulta un poco violento, pero no tengo más remedio que, con las molestias que ocasiono a los transeúntes, ya que la moto queda ocupando el espacio de la concurrida acera, vacío y desmonto todo lo rápido que puedo la maleta izquierda.

 La pequeña ciudad, o el pueblo grande, tiene poco más de 30.000 habitantes, y esto, junto con su arquitectura, forma parte de su encanto. Tiene un centro muy bien cuidado y conservado, con muchos edificios históricos y coloniales, con fachadas blancas, balcones de madera y durante el día sus calles presentan la gran actividad de lugares similares. A pesar de los atractivos, tanto de la localidad como de sus alrededores, su lejanía respecto a Lima hace que no sea tan visitada por los turistas como otros lugares del Perú, y la mayoría de los que llegan desde la capital lo hacen en alguno de los vuelos semanales que conectan ambas ciudades. Pero ahora, que ya empezaron las lluvias, las visitas turísticas son escasas, y eso a mí me viene bien. Con tranquilidad visito un bonito museo situado en la Plaza de Armas. En el mismo se exponen diversas momias Chachapoyas y cuenta todo el proceso de embalsamado que esta cultura aplicaba a sus muertos, en ese aspecto estaban hechos unos artistas. El significado de la palabra Chachapoyas es «hombres de las nieblas» , yo lo ampliaría a «hombres de las nieblas, de las nubes y de las lluvias», prácticamente no deja de llover durante toda la tarde, por lo que el paseo por las bonitas calles del pueblo me toca hacerlo bajo un paraguas que me han prestado en el hotel. Me gusta este lugar, sus construcciones y lo limpio que está toda la zona colonial,  y seguro me hubiera gustado mucho con sol, pero es lo que toca.

 Me informo que en las cercanías hay lugares interesantes de visitar, dos de ellos están en la ruta que haré mañana,  pero tengo dos inconvenientes, primero las lluvias y segundo el escaso tiempo disponible. Me encuentro a unos 700 k de Trujillo, hoy es jueves y pasado mañana me esperan allí, además antes quiero parar a visitar la ciudad de Chiclayo. Uno de esos atractivos que comentaba anteriormente son los sarcófagos de Karajía, situados en la pared de una montaña, en un lugar de muy difícil acceso y que por ese motivo no han sido saqueados. Llegar hasta sus cercanías supone unas 4 ó 5 horas de caminata, así que quedan tachados de mi lista. El otro es la gran catarata Gocta, con 771 m de caída, que, cómo no,  también requiere de una caminata. Pero me he informado y existe una trocha (camino sin asfalto) desde el que podré verla, aunque sea desde la lejanía y siempre que las nubes me lo permitan.

 Sobre las 8 a.m. estoy listo para dejar el hotel, aunque antes hay que sacar la moto desde el patio a la calle y ello implica el mismo proceso que ayer para entrar, hacerlo sin la maleta izquierda y luego montarla. Me separan poco menos de 500 k de mi destino de hoy, Chiclayo, ya en la costa del Pacífico. Para este país y para mi estilo de viajar, eso significa como mínimo unas 10 horas de viaje. De momento no llueve, pero tiene todo el aspecto de no tardará mucho tiempo en hacerlo. Al poco de dejar el pueblo, y como esperaba, la región de Amazonas me regala una de sus lluvias. Por suerte la carretera tiene el asfalto entero y está bastante bien. Unos 40 k adelante encuentro la señal de la trocha que me llevará cerca de Gocta. Dudo unos momentos en qué hacer, el cielo está totalmente cubierto e interatarlo lo mismo es una pérdida de tiempo , pero confío en que no me reste muchos minutos, lógicamente mi intención es llegar a Chiclayo con luz solar, y ello implica hacerlo antes de las 18h y 30´. Me interno por la trocha, es muy bonita, con una empinada subida y una frondosa vegetación, y el terreno, a pesar de la lluvia, está bastante aceptable. Después de unos 20 minutos, llego a un punto desde el que malamente se divisa la catarata, según está la mañana, seguir más adelante ahora ya sí me parece una tontería. Tomo unas fotos, en las que la Gocta se distingue todavía menos que al natural, desando la trocha y vuelvo a la carretera principal, con la esperanza de salir pronto de Amazonas y dejar atrás la lluvia.

  Debo ser una buena persona porque mis oraciones y plegarias dan resultado y al poco de dejar atrás el indicador de la región de Amazonas, cesa la lluvia y llego al cruce que debo tomar para bajar hacia el Pacífico. Tomo la salida a mi izquierda, a mi derecha queda la carretera que muere en Tarapoto, más allá de esta población desaparacen los núcleos habitados a los que se puede llegar por carretera, allí comienza la parte impenetrable de la selva amazónica. Me han hablado muy bien de ese pueblo, Tarapoto, pero su visita habrá que dejarla para un próximo viaje. De momento ahora ya puedo ir más rápido, la carretera es magnífica, revirada pero rápida y, como es habitual en casi todas las carreteras del Perú, la tengo casi para mí solo.  Algunos tramos de esta carretera se encuentran en tan excelente estado, que incluso hay momentos en que me cuesta imaginar que estoy viajando por el Perú. Todavía la vegetación sigue siendo selvática y abundante, y ahora el sol hace que sea todavía más hermosa. No vi de cerca la Gocta, pero en este tramo hay varias cascadas, pequeñas eso sí, junto a la carretera que me hacen detener varias veces. Poco a poco la selva deja paso a paisajes más abiertos, aparecen campos de cultivo de arroz. Cruzo el río Marañón, que nace en los nevados cercanos a Huánuco, en el centro del país. Tiene una longitud de 1.700 k ,  y antes de dejar el Perú, el río se une con el Ucayali, y más adelante estas aguas, que estoy viendo discurrir, desembocarán en el Amazonas.

 Paro a almorzar y descansar un poco, como siempre el menú es muy económico, alrededor de unos 4 euros con el refresco. Se compone del habitual llamado caldo de gallina, otro plato con carne y guarnición y un postre. Algunos hombres miran con curiosidad la moto, aunque ninguno se interesa en qué es lo que hago por esta zona, estos serranos son gente reservada. Atrás dejo el cruce que lleva a la ciudad de Jaén, sigo mi ruta y, como voy bien de tiempo y hace bastante calor, antes de comenzar a cruzar la cordillera paro en uno de los coloridos  puestos de carretera y como algo de fruta. Comienza la subida al paso Porcuya, según marca mi mapa tiene una altura de tan sólo 2.100 m. Seguramente nunca he cruzado Los Andes por un paso situado a tan baja altura, así que imagino será pan comido. A mitad de la subida una brusca bajada de la temperatura me obliga a parar y  ponerme los forros de goretex. Poco a poco me va envolviendo una densa y húmeda niebla. El termómetro marca ahora 2º, por suerte no hace viento, pero este repentino  cambio climático me resulta desagradable, estoy deseando comenzar el descenso con la esperanza de volver al calor o al menos no tener este frío que, sin una razón especial, siento cómo se me está metiendo en los huesos. Nada más cruzar al otro lado, encuentro que en dirección contraria viene una pequeña moto, lo que veo me hace reflexionar… En ella viajan el conductor, una mujer y un niño, de unos 6 ó 7 años, encajado entre los dos adultos. La indumentaria de los tres es la misma, se protegen del frío con gorro (sin casco, claro está), bufanda, anorak y guantes de lana. Al verlos pienso: «¿con qué derecho puedo quejarme de este tiempo?  Si yo, viajando por puro placer y con esta indumentaria y además los puños calefactables, ahora tengo esta sensación de frío ¿qué sentirán ellos…?». Una vez más me doy cuenta que todo este rollo de los viajes en moto y las adversidades que todos encontramos en forma de malas carreteras, que espantarían a las cabras, los fríos, lluvias, nieblas, averías…y que a veces pensamos que superarlas constituyen un éxito personal, para la gente local es el pan nuestro de cada día, y ellos las soportan como algo habitual y con muchos menos medios que quienes estamos de paso recorriendo los entornos en los que se mueven a diario. En definitiva, que al ir desapareciendo la niebla, subir la temperatura y comenzar un vertiginoso y bello descenso, me olvido de la pobre familia que me encontré en la cima del paso Porcuya, y de las habituales preguntas que uno se hace en estos casos ¿a dónde irían? ¿cual sería su historia?,  y me concentro en disfrutar la bajada. Todo está en orden y según lo previsto, voy bien de tiempo y además, al finalizar el descenso, la carretera ahora es recta. Como esperaba, gradualmente el tráfico va en aumento ya que me quedan poco más de 40 k para llegar a Chiclayo, y además, al ser viernes por la tarde, la gente que trabaja fuera de la ciudad regresa a ella. Pero al llegar a un pueblo el tráfico está colapsado, hay unas obras y un desvío, pero resulta que la fila de vehículos está detenida. Avanzamos muy lentamente y además, con las maletas de la moto, no es cuestión ni aunque quisiera, de zigzaguear  entre los otros vehículos. Entre bocinazos, vigilar a este coche que se quiere colar, el camión que me está axfisiando con su escape…Van pasando los minutos y avanzo unos pocos metros. Después de más de una hora, por fin logro superar el pueblo y volver a la carretera principal, pero ya es de noche. Estar de viaje y llegar a una gran ciudad sin luz natural, y más en fin de semana, no me gusta nada y es algo que siempre evito, pero el incidente de las obras me obliga a conducir los últimos kilómetros dentro de la noche cerrada. Tras bastantes minutos dando vueltas por Chiclayo, por fin localizo el hotel que tenía pensado, como siempre lo más céntrico posible.

  En la recepción pregunto por la cochera para guardar la moto. «Tenemos el parqueadero muy completo, pero ¿viaja usted en una moto lineal?» me pregunta el recepcionista. ¿Una moto lineal? nunca me habían hecho esa pregunta. Ante mi cara de sorpresa el hombre me aclara «¿de dos o de tres ruedas?» Con la moto ya a buen recaudo, me cambio de ropa, me tomo el «pisco sour» de bienvenida, que me sienta muy bien, y salgo a cenar y dar una vuelta. El portero del hotel me pregunta si llevo reloj, le digo que no, y añade «imagino lleva su celular ¿cierto?. Pues tenga cuidado, aunque estamos en el centro, tenga los ojos bien abiertos, hay muchos robos…».

 Mi interés por esta ciudad, de más de medio millón de habitantes, se centra en visitar el magnífico museo, inaugurado en el 2002 por el entonces presidente Alejandro Toledo, y es a lo que dedico la mañana del sábado. Está ubicado a unos 10 k, en la  población de Lambayeque, y contiene los grandes tesoros encontrados en las excavaciones hechas en el lugar arqueológico conocido como Huaca Rajada. El museo expone de manera llamativa y espectacular todas las obras de orfebrería encontradas en el mausoleo del llamado Señor de Sipán, perteneciente a la cultura precolombina Moche. El exterior es un vistoso edificio inspirado en las pirámides que por esta zona levantaron los Moches. Antes de entrar hay que dejar en consigna todo lo que llevas, celular incluido, así se evitan las tentaciones de hacer fotografías en su interior. Una vez dentro el recorrido  es espectacular, hay multitud de valiosas y llamativas obras hechas en oro y habría sido un sinsentido estar en Chiclayo y no hacer una visita al Señor de Sipán.

De vuelta al hotel cargo mi «moto lineal» y digo adiós a Chiclayo. Unos 200 k me separan de Trujillo, donde pasaré el fin de semana. Ahora ya regreso a territorio recorrido en otros viajes.

  Trujillo y sus alrededores me son conocidos, de algún modo todo me resulta  familiar y puedo dejar a un lado las visitas turísticas. Además se añade una de las grandes ventajas de viajar por lugares en los que uno tiene amigos, que estos te muestran la realidad de la vida cotidiana. Me invitan a asistir a un festival de música tradicional  peruana,  a almorzar en Huanchaco y otro día en Salaberry, las dos playas más populares cercanas a Trujillo, me llevan al cine, a una feria del libro, a hacer compras a un centro comercial…El domingo por la mañana, desde la habitación de mi hotel, veo que a la puerta de la catedral hay bailes y  desfiles. Por supuesto que bajo rápidamente y  disfruto de la música y del colorido de todo esto. Son casi tres días los que paso en Trujillo, divertidos y entretenidos al máximo y suponen la antesala del que, para mí, es uno de los recorridos más espectaculares que hice el año anterior y que, como un imán, me reclama de nuevo, el impresionante Cañón del Pato. Antes de dejar la ciudad, el martes por la mañana tengo un último reencuentro con un amigo, se trata de un conocido taxista trujillano, el señor Pedrito, quien hace un año me pidió le diera un paseo en moto por la Plaza. La despedida es como en el 2018, con un «hasta el año que viene y que Dios le bendiga amigo Jaime».  Lamentablemente la pandemia impedirá que esta vez se cumpla ese deseo de vernos al año siguiente.

Por la Panamericana pongo rumbo a Chimbote, en dirección sur, donde tomaré la salida hacia Los Andes. Mi destino es la accidentada región de Ancash, donde primero atravesaré El Pato, al día siguiente he quedado en acudir, cerca de Cuharaz, a una cita, para mí muy especial y que llevo un año entero esperando con ilusión, y el jueves debo estar en Huaraz para dar un nuevo audiovisual en la  Universidad Santiago Antúnez de Mayolo.

Presiento que van a ser unos días vibrantes y repletos de emociones…

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