Cali-Popayán

   Una de las cosas buenas que tienen los hoteles en este país es que, generalmente, la hora de límite para dejar la habitación suele ser sobre las 12 o las 13 h. Lógicamente la hora de entrada también se retrasa y suele estar sobre las 14 o las 15 h, aunque si la habitación está disponible nunca te ponen pegas para ocuparla antes de esa hora. Por lo que nunca hay que andar con prisas a la hora de dejar el hotel.

     Y volvemos a la carretera. Pronto desaparece la llanura y estamos de nuevo en las montañas. Esta ruta es la que lleva hasta la frontera con Ecuador y eso se nota en la cantidad de tráfico pesado que volvemos a encontrar. Como hasta ahora, los paisajes por los que viajamos no dejan de llamar nuestra atención. Además las continuas subidas, bajadas, curvas, los adelantamientos…hacen imposible que haya un momento de aburrimiento. Paramos en un puesto junto a la carretera, y como hacemos habitualmente comemos algo ligero. De nuevo en la moto el cielo empieza a oscurecerse y pronto comienza a llover. Cada vez lo hace con más intensidad, el asfalto toma un brillo nada tranquilizador,  y por un momento dudamos si detenernos a refugiarnos en algún lugar o continuar. Nos queda poco para Popayán, pero por allí el cielo se aprecia aún más negro. La ventaja de viajar sin prisas implica que ante cualquier imprevisto, hoy es la lluvia mañana puede ser otra cosa,  te puedas permitir retrasar tu hora de llegada al destino sin que ello represente ningún problema. Al final nos detenemos en una gasolinera  y esperamos a que disminuya la lluvia. Entramos en Popayán y, por lo que vemos, hicimos lo correcto.

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      Las calles presentan el rastro de la fuerte tormenta que acaba de caer. Según las vamos recorriendo, y acercándonos al centro siguiendo la indicaciones del GPS en busca del hotel que seleccionamos anoche, nos damos cuenta del acierto de haber planificado más de un día para conocerla. Tenemos la impresión de que Popayán también nos va a gustar mucho. Es la capital de la región del Cauca, no confundir con la del Valle del Cauca que es la que hemos dejado atrás. Su centro histórico, uno de los más grandes de Colombia, es el típico de la época colonial.

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     Es una de las ciudades más antiguas de Sudamérica, ya que  fue fundada en 1537 por Sebastián de Belalcázar, en su viaje hacia el sur en busca de El Dorado, y quien también fundó Santiago de Cali. La ciudad le tiene dedicada una estatua ecuestre en el llamado «Morro del Tulcán». Mejor visitarla de día, ya que según nos comentaron,  al anochecer la zona se vuelve algo peligrosa y a veces se suele dar cita allí lo «mejorcito» de Popayán. En su día fue una de las ciudades más importantes de Colombia, rivalizando con Bogotá y Medellín, ya que está en la ruta que baja desde Cartagena a Quito, Cuzco…Es inevitable que, para los españoles, la arquitectura de sus blancos edificios nos recuerden a muchos pueblos del sur de Extremadura y de Andalucía.

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   Además de por sus construcciones, sus museos, iglesias…Popayán destaca por dos cosas más. Una su famosa Semana Santa, que se lleva celebrando desde el siglo XVII y declarada por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad. Y la otra por su gastronomía, por ella y desde hace años, en septiembre se celebra el Congreso Nacional Gastronómico, al que acuden famosos cocineros de todo el mundo. Como pudimos ver en las fotos que había en el restaurante de nuestro hotel, El Camino Real, por aquí también han pasado cocineros españoles muy conocidos. Hablando del hotel, éste se encuentra situado en un lugar estratégico junto a la plaza, y en el cruce de 2 animadas calles. Las zonas comunes están muy bien, tiene un pequeño patio hacía donde dan las mesas del comedor, pero el mobiliario de sus habitaciones necesita una actualización. Por cierto, es el primer y único hotel del viaje en el que nos ofrecen un descuento a cambio de abonar la cuenta en efectivo. Con ese descuento, el precio con desayuno incluido nos sale por algo menos de 45 euros la noche

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    Siempre que podemos escogemos un hotel en el centro, la moto al «parqueadero» y nosotros a caminar para conocer la ciudad, y así también podemos salir por las noches sin preocuparnos del transporte. Ya nos hemos acostumbrado a que, al caer la tarde, todas las plazas y calles principales de este país, enciendan su iluminación y se llenen de gente, de música y de buen ambiente para festejar las fiestas navideñas. Con tantas celebraciones y aglomeraciones, sorprendentemente nunca nos encontramos con un mal gesto, al contrario, siempre somos bien recibidos e invitados a disfrutar de ellas. Verdaderamente, diciembre es un mes ideal para viajar y conocer Colombia y a sus gentes.

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  Una vez visto todo el centro histórico de Popayán, se puede ir dando un paseo hasta un lugar en las afueras donde se encuentra lo que llaman el  «Pueblo Patojo». Es un conjunto de pequeñas construcciones típicas en las que hay muchas muestras de la artesanía local, restaurantes, bares…Todo es un poco artificial, pero es un buen lugar donde tomar un «canelazo». Su nombre se debe a que los habitantes de Popayán son llamados  «patojos». ¿Por qué?. Según cuentan, cuando hace muchos años, la gente del lugar reservaba su mejor par de zapatos para los días de fiesta, si coincidía que ese día había tormenta, los de Popayán caminaban por las calles llenas de agua, sobre los talones de su calzado para que no se les estropeara. Y claro, la gente de fuera al ver a los locales andar de esa manera, empezó a decir que en este pueblo andaban como «patos cojos», y desde entonces se les conoce como «patojos». O al menos así nos lo contaron.

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  Un momento curioso. A la puerta de nuestro hotel,  la moto en una acera y yo en la otra, en tan sólo un momento ambos somos testigos de la evolución de los medios de transporte. Desde el carro tirado por una mula, a la bicicleta y de ahí a los vehículos con más y menos años

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Popayán-San Agustín

   Mientras desayunamos en nuestro hotel, echo un vistazo al periódico. Paso las hojas y hay una noticia que llama mi atención. Trata acerca de que todavía no ha aparecido la maestra que hace menos de un mes secuestraron en esta zona. Sigo leyendo y veo que el secuestro ocurrió precisamente a mitad del «destapado» por donde discurre nuestra etapa de hoy, concretamente entre los kilómetros  55 y 60. «Mira hombre,  vaya casualidad». Al parecer todavía no está claro quién la secuestró. El periódico cuenta, que según el Gobierno, han sido delincuentes comunes. Se  acaba de firmar el tratado de paz y no es momento de achacar a algún comando de las Farc un suceso como éste. Sigo leyendo y el reportero parece que no está muy de acuerdo con la versión oficial, tiene sus dudas acerca de que haya sido así. El secuestro se produjo en una de las zonas en las que la pista atraviesa la selva, y hasta no hace tanto tiempo parece ser que por allí actuaban  algunos grupos guerrilleros. La opinión general es que ha podido ser alguno de estos últimos…

-¿Qué pone el periódico?, pregunta Conchi.

-Nada importante. Que el presidente Santos acudirá a Suecia a recibir el Nobel de la Paz, que esta tarde  puede haber tormentas…y poco más.

    Si la cuento la noticia que acabo de leer, y conociendo a Conchi, sé que no se va a intranquilizar por una cosa como ésta. Pero tras las variadas y diferentes informaciones que tenemos acerca del estado de la pista y lo que tardaremos en recorrerla, ya es suficiente, ¡como para preocuparnos por otras cosas!.

    La mañana está soleada, además la ruta serpentea entre las montañas y, como viene siendo habitual durante todo el viaje, atraviesa unos paisajes exageradamente hermosos. Solamente hay una pega, miro el reloj de la moto y veo que hasta Coconuco, que se encuentra a 30 km de Popayán, hemos tardado 1 hora. Y eso que todo ha sido por asfalto… Ahora empezará el destapado.

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      La pista tiene mucha piedra a la vista, al menos no está suelta, y no parece estar tan mal como me había imaginado. Pero tomo las precauciones necesarias, o incluso más. Prefiero tardar más tiempo pero evitar tener una caída. Es muy diferente conducir por sitios así con una moto más ligera, con menos equipaje o sin «parrillera». Vamos ascendiendo y el viento sopla fuerte, el paisaje es verde pero sin árboles. A lo lejos se ve la zona de selva que nos han dicho que tendremos que atravesar. Metidos en ese tramo hacemos una parada y de pronto empiezo a escuchar un ruido, nos miramos con cara de «¿y eso?». Cada vez se escucha más y se nota un ligero temblos en el suelo…No hay duda, lo que suena es un camión que viene hacia aquí. Muevo la moto para aorillarla todo lo posible. Aunque, a diferencia de las pistas de Australia o Namibia,  ésta es estrecha y no hay mucho espacio. Y de frente aparece un tráiler, nadie nos había hablado, ni yo podía suponer,  que por aquí también encontraríamos tráfico pesado.  Me pregunto qué sucederá cuando se tengan que cruzar 2 de estos vehículos. La escena vuelve a repetirse varias veces, aunque lo peor es cuando alcanzamos a alguno de estos camiones con remolque…

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 …nosotros vamos despacio, pero ellos todavía más, y claro, en algún momento hay que decidirse y adelantarlos. Una vez acostumbrados al terreno, y sus sorpresas en forma de zanjas y alguna zona húmeda, empezamos a avanzar más rápido, aunque tampoco mucho más.  Es un paisaje bonito y para nosotros en parte una novedad. Aunque en otras ocasiones también hemos viajado por selvas, generalmente fue por asfalto, no por pista. En algunos momentos la vegetación forma un arco sobre nosotros y casi no vemos el cielo.

    De vez en cuando compruebo en el marcador como los kilómetros pasan lentamente y hago mis cuentas. «Si llevamos recorridos X y nos faltan Y, contando con las paradas…al final sí que nos vamos a ir cerca de las 6 horas…». Pasamos un par de pequeñas aldeas. En una de ellas me habían dicho que había un señor que tenía gasolina para vender, ya que lógicamente no hay ninguna gasolinera. Pero ese asunto no me preocupa, llené el depósito en Popayán. También encontramos un par de patrullas militares apostados al borde la pista. Levantan el pulgar y nos indican que continuemos.

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     Por fin vuelve  el asfalto y lo hace coincidiendo justo con otro destacamento militar. En otro país no se me habría ocurrido parar en un lugar como éste, lo único que te puedes buscar son problemas, pero creo que aquí será diferente. Les saludamos, preguntamos si ya no hay más destapado. Nos dicen que sí, que en unos 5 km vuelve a aparecer, pero que no es un tramo largo, unos 10-15 km y luego, los últimos 20 antes de San Agustín, ya es todo asfalto. Les preguntamos también si podemos descansar un poco y qué si en el lugar dónde hemos dejado la moto, ésta les molesta. Al principio se muestran un poco recelosos y distantes, pero empezamos a hablar de los temas habituales y pronto el grupo de militares va cogiendo confianza con nosotros. Están aburridos por tener que pasar allí horas y horas, días y días, y con nuestra parada hemos roto su rutina. No transcurren muchos minutos hasta que uno de ellos tímidamente pregunta si puede hacerse una foto junto a la moto. «Y si usted se quiere subir en ella,  también puede hacerlo», le respondo. Ahora se baja uno…se sube otro, y mientras se prestan los celulares para hacerse fotos. No tenemos prisa, también nosotros nos fotografiamos con ellos, y además nos resulta interesante lo que nos explican acerca de su vida en aquel perdido y olvidado lugar. Los incidentes que les han sucedido con la guerrilla, su opinión sobre el acuerdo de paz y como  ahora, por el momento,  todo está más tranquilo. Del mismo modo se interesan por la vida en España, las costumbres y tradiciones que tenemos en común, por las que son diferentes…A diferencia de los ejércitos de otros países, aquí, al menos con nosotros,  son muy amables.

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«Espere un momento señora, no vayamos a tener un disgusto…»

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Ahora ya sí

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    Al final, conduciendo con un poco de prudencia, el destapado no tenía mayores problemas y además cruzaba por unos sitios espectaculares. Los últimos kilómetros por asfalto nos permiten ir más rápidos y relajados. Atrás quedó, lo que en teoría, era el tramo más delicado de nuestro viaje. Aunque nunca hay que confiarse demasiado, no se sabe lo que te espera unos kilómetros más adelante.

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   Aunque el pueblo no es muy grande, las calles de San Agustín rebosan de actividad. Personas yendo y viniendo, acarreando mercancías,  puestos callejeros, «chivas» subiendo y bajando gente…Aquí la vida se torna todavía más rural. No hay centros comerciales, ni grandes almacenes, los alimentos son frescos, no están congelados ni preparados y la compra se hace a diario, como en España hace unos cuantos años atrás. Es el mayor núcleo de la zona y para la gente de los poblados de los alrededores es el lugar donde abastecerse.

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    Vamos al centro en busca de un hotel, no vemos nada que nos encaje. Nos indican uno situado en la salida contraria. Dicen que es muy bueno y con unas bonitas vistas. Hay que dejar la carretera y tomar un camino de tierra, repentinamente el camino empieza a ascender y cada vez está peor. La pendiente es muy fuerte y entre la tierra, las regaderas que presenta, la moto tan cargada y los neumáticos mixtos, empiezo a tener problemas. Pero ya es tarde para arrepentirme de haberme metido en esta situación, ni puedo detenerme, ni dar la vuelta. En algún momento veo esta subida más complicada que cualquier tramo de la pista de esta mañana. Al final llegamos arriba, aquí está la entrada al Akawanka Lodge, y pienso: «Ya puede merecer la pena el hotel este….». Lo malo no ha sido la subida, lo peor es que antes o después tendremos que hacerla en sentido contrario.

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    El Akawanka no sólo está en un lugar privilegiado, además es, o mejor dicho son, ya que tiene varias construcciones, un hotel muy bonito, limpio, con mucha madera, jardines muy cuidados, decorado con buen gusto y muchas obras de artesanía, pinturas, esculturas…realizadas por Yorleny, que es licenciada en Bellas Artes. Y todo ello con un precio contenido, unos  55 euros. Además Diego y Yorleny nos reciben con gran amabilidad.

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     Nuestro interés en llegar a San Agustín era doble. Por una parte significa el punto más al sur de nuestro viaje y teníamos que venir hasta aquí para regresar a Bogotá por una ruta diferente a la que habíamos hecho los días anteriores. Aparte de eso, aunque el pueblo quede un poco a desmano de todo, recibe un buen número de visitantes, ya que a pocos kilómetros se encuentra uno de esos lugares que las guías de viaje suelen incluir en su apartado de «Los 10 lugares que debes visitar en Colombia». Me refiero al  llamado «Parque Arqueológico», y eso es  lo que hemos venido a visitar. Es un entorno natural que por si mismo ya merece la pena, pero además en él se encuentra lo que está considerado como el mayor conjunto de esculturas megalíticas de toda Sudamérica. Antes de acceder hay unas salas con obras expuestas y explicaciones acerca de lo que uno  va a encontrar más adentro.

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   Y ha llegado la hora de que hagamos una buena caminata…Durante un recorrido de unas 4-5 horas se encuentran numerosas representaciones de dioses, bestias, sepulturas…de una cultura que habito estás tierras entre los siglos III A.C y  V  D.C y de la que prácticamente no se conoce nada más que estos restos y otros aparecidos en zonas cercanas. Todo está muy cuidado, limpio y los senderos bien señalizados. Disfrutamos mucho de la visita, aunque no me imagino lo que puede ser la misma en caso de que te sorprenda alguna tormenta, ya que el recorrido completo entre ida y vuelta son unos 7-8 km.

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    Una muestra del comportamiento de los encargados del Akawanka. Como queríamos ir ligeros para la visita al parque, les pedimos que nos avisaran a un taxi para que nos llevara al mismo y volviera a recogernos. Diego nos dijo que ningún problema, es más, el hotel se haría cargo del importe. Cuando terminamos la visita le llamamos para que avisara nuevamente al taxi. Nuestra sorpresa fue que a los pocos minutos  vemos aparecer a Diego y Yorleny para recogernos. El taxi estaba haciendo otro servicio y podía ser que se demorará un poco. En su 4×4, la cuesta hasta el Akawanka la subimos cómodamente.

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 Nos cambiamos de ropa y nos viene bien un poco  de siesta en la hamaca. Arrancamos la moto y descendemos hacia la carretera. Ahora, sin el peso del equipaje ni las maletas, la bajada ya no me asusta. Paseamos por el pueblo. Aunque no sea muy grande, es el mayor de la zona y para la gente de los poblados de los alrededores es el lugar donde abastecerse. Los edificios son sencillos, pero las calles están limpias y entre sus edifícios destaca una iglesia enorme…En ésta y otras, tienen montados varios belenes. Incluso hay uno, enorme,  al aire libre, con figuras a tamaño real y hasta animales en vivo.

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    En las montañas cercanas tiene su nacimiento el río Magdalena. Nos recomiendan ir a conocer lo que se conoce como «El estrecho del Magdalena». Está a uno 15 km por un camino que no se encuentra en buen estado. En su parte final tiene una bajada que daría miedo a las cabras, y a mí también. Hay mucha piedra suelta, pero al final no pasa nada, ahora la moto es mucho más ligera y manejable. El lugar es bonito, presenta una zona de rocas y corrientes en las que el río se estrecha considerablemente. La tarde está calurosa, y al estar en una hondonada, se agradece el frescor del agua. Al volver donde hemos dejado la moto, hay unos chiquillos mirándola por un lado y otro. Nos piden, eso sí con el habitual «por favor» que nunca falta, que si les podemos subir a ella. Su padre se disculpa ante nosotros por si nos están molestando. Le respondemos: «Con gusto, patrón. Ningún problema». Ya hemos aprendido.

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